Florecer en Mallorcadiario.com; Donde se hace la luz Por José Manuel Barquero
Daniel Capó ha escrito Florecer (Editorial Didaskalos), un librito bellísimo sobre la aventura, cada día más incierta, de educar a los hijos en casa. Comparte el ensayo con Carlos Granados, que se ocupa del enfoque escolar. El texto de Capó es emocionante porque expresa con una mezcla de brillantez y ternura algunas de los retos que a uno le gustaría haber cumplido como padre cuando esté bajando el telón de la vida, y vea permanecer a los hijos solos en el escenario.
Capó construye una hermosa narrativa de la educación a través de su memoria literaria. Ese armazón intelectual se apoya en los grandes clásicos, pero también en los cómics y las novelas de aventura que leyó en su juventud. Sus lecturas le llevan a concluir que “el trabajo de los padres consiste en educar en la esperanza”. Es justo lo contrario al discurso del resentimiento social que tanto beneficio personal ha procurado a unos pocos, y tanta frustración a una mayoría.
Es inevitable dejarse llevar por un sesgo de confirmación al leer que “a los niños hay que exponerlos, desde pequeños, a la belleza”. Me viene a la cabeza la imagen preadolescente de Irene haciendo eslalon absorta entre los Giacomettis del museo de arte moderno Lousiana, cerca de Copehague, o algo más crecida extasiada durante minutos ante La lechera de Vermeer. Hay en ese asombro juvenil una senda de amor por la verdad plasmada en el arte, un camino que se aparta de un vicio exclusivo de la edad adulta: la mezquindad.
Cuando Capó fue padre por primera vez le asaltaron los miedos, como a todos. Estaba leyendo Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, y en ese libro que no he leído aprendió algo que repito constantemente a mi hija: cuando reparten las cartas en la planta de maternidad a ningún bebé le dan todo ases. No eliges el lugar donde llegas al mundo, ni los padres, ni la infancia que vas a tener. Sí podrás más tarde elegir más tarde entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira. Por eso escribe Ginzburg que a los hijos no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes.
Completar una media maratón con 23 años tiene mucho más mérito que hacerlo con 50, y no me refiero al aspecto físico, por supuesto. Con las canas hemos aprendido que la satisfacción se encuentra en el camino, no en la meta. Vivimos en el mundo de la inmediatez: las compras on line, el sexo a tiro de Tynder, el sushi en casa en cinco minutos… ser capaz hoy de aplazar la recompensa es un reto mucho mayor para un nieto que para un abuelo. Mi mayor satisfacción no fue saber que mi hija salió a entrenar este invierno en días de lluvia y frío, sino comprobar que lo hizo por ella, no por mí.
A pesar de las lecturas y la experiencia, con los hijos uno nunca deja de ir un tanto a ciegas. Lo debe de intuir Capó cuando afirma que entre las virtudes de un padre se encuentran la paciencia y la confianza. Es importante recordarlo cuando los chavales se equivocan, o al reconocer sus defectos. Significa tener fe en su capacidad para, con el paso del tiempo, enmendar sus errores.
Para definir esa “esperanza en el florecer” y titular su ensayo Capó toma prestadas unas palabras de su amigo el escritor José Carlos Llop, una expresión feliz que nos saca de ese túnel sombrío en que en ocasiones se convierte la paternidad: donde se hace la luz.
José Manuel Barquero