‘Florecer’: una diatriba contra el frío, de Carlos Piana Castillo
Estos días se camina apenas bajo el esqueleto de lo que fue —hablo de los árboles, de los pinos y moreras, de la cultura— y sin resguardo del vendaval. Se vive como quien sospecha, mirando por los entresijos de las contraventanas, inseguro de si salir o no, sin saber cuál puede ser el norte o la razón de tanto camino. Cada grado —se habla ya de temperaturas históricas— que desciende como cada metro bajo el agua del que se ha de partir y de la que se quiere salir y el aire se agota. Es tal la oscuridad que alguno ya parece olvidar que alguna vez hubo luz —alguno, incluso, jamás la vio—. Y los cuervos se juntan, las aves de malagüero inundan las plazas —ante todo virtuales— y las pantallas atosigan con distopías, con discordia y pronto fin, con desesperanza. El invierno aspira a arrinconarnos y a acabarlo todo.
El problema, por fortuna, no es nuevo. Data del primer día de la humanidad, la primera noche, la primera mañana. El invierno pasa y viene la primavera y con eso el aceitoso verde y el multiforme color. Pero antes se debe atravesar ese frío, amasar y conservar un fuego, querer seguir. Y de eso va todo. De eso va la literatura, los relatos de nuestros abuelos, una autobiografía.
Sin embargo, qué frío hace en este instante. Escribo dentro, con calefacción, y fuera el desamparo de los cero grados y el viento —el siempre viento, haciendo una variación a Borges—. ¿Por qué seguir y cómo, por qué siquiera empezar a caminar? ¿Dónde buscar ese fuego?
Florecer en invierno. Eso es lo que plantea el nuevo ensayo de Daniel Capó y Carlos Granados. Se trata de mirar atrás y hallar el fuego donde otros ya lo hicieron —la historia, dijimos, es casi siempre la misma—. No es coincidencia que la primera sección trabajada por Capó se titule “Donde se hace la luz”, con cierto rapto prometeico. Quien se cree capaz de alcanzar la luz efectivamente va tras ella —ya está, en cierta manera, en ella— y procura animar a quienes lo circundan y, ante todo, a quienes ama —otra cosa que se dice fácil y es lo radical—.
Pero atención, lo que se ofrece aquí no es una pedagogía de razones, gris, tal vez muerta, sino una de vida que llama a otras vidas. Una novela llama a otra, Tolstói a Dostoievski, Homero a Virgilio. Una tarde con asado y vino a una noche neblinosa con chocolate y lumbre. Es que el autor nos lleva de la mano de sus recuerdos hasta las costas del Mediterráneo para revivir allí sus lecturas a sus hijos, sus diálogos de entonces. Es un vistazo a esa intimidad bajo los pinos, a ese lugar donde no caben las máscaras y se habla con el corazón, de lo que hay en él. No es palabra rimbombante la que abunda en sus líneas, aquella que busca llamar la atención —ruido—, es más bien esa otra que sugería Puig en su Bosc Endins: “Verbalizar el silencio o callarse”. Es una palabra que es certeza de lo vivido y de lo vivido en la lectura, que es otra forma de vida. Allí radica la fuerza de esta obra, es un testimonio de lo vivido y sentido. Un balance de la nostalgia y la dificultad, un no dejar de creer en los héroes. Una obra estimulante, sin duda, para esta temporada fría y anodina.