Recesión de Cantata del amor en Estudios Eclesiásticos
«Este libro no es un libro erudito. Los exégetas no descubrirán nada en él, a no ser, probablemente, mucho que reprender. Está escrito para todos aquellos y aquellas que, en un mundo árido y violento, proclaman cada vez en mayor número su sed de la Palabra de amor y de vida. Dios continúa dirigiendo a todos ellos la carta maravillosa que escribió un día a su novia Israel: el Cantar de los cantares. Una carta de amor en la que Dios da rienda suelta a su inspiración de artista soberano, de poeta, de pintor, de músico; en la que comprometió a toda su creación flores y frutos, estaciones del año, pájaros y minerales preciosos; y en la que, sobre todo, deja aparecer sin consideraciones su loco amor de Esposo tanto de todo un pueblo, como del más humilde de nosotros» (p. 17). Con estas palabras abre su libro el sacerdote jesuita Blaise Arminjon (1917- 1998), reconocido maestro espiritual y versado también en las Escrituras, además de superior provincial de la Compañía de Jesús de la provincia francesa de Lyon a mediados del siglo pasado.
¿Por qué publicar ahora una traducción de un libro como éste, ya antiguo, de la época del Vaticano II? La carta-prefacio del cardenal Henri de Lubac, SJ (pp. 11-12) nos brinda una sugerente pista. Se trata de un evocador texto por la hipótesis de lectura que propone del Cantar de los cantares. Su novedad y atractivo no vienen de descubrimientos arqueológicos recientes, o de estudios filológicos de última hora sobre algún extraño vocablo o de la compa- ración con filosofías o modas contemporáneas. Proceden, más bien, de recuperar el tesoro de la gran tradición eclesial, de los Santos Padres y de los santos, de los lectores de muchas épocas, que se han acercado a este hermoso libro sagrado para buscar en él, no una pieza amorosa de época lejana, sino el lenguaje del Dios de la alianza, que quiere con cariño eterno a su pueblo, a Israel, a la Iglesia, al alma. Blaise Arminjon propone una lectura seria, reflexiva, científica y enjundiosa, guiándose por el principio de la analogía de la fe. Su acercamiento al texto no es casual, impostado, arbitrario. Su modo de interpretar el Cantar tiene una unidad: el texto cobra vida y luz al contacto con los intérpretes de las épocas pasadas, pero en su unidad en Cristo.
La introducción (pp. 39-58) es sumamente importante, porque en ella se nos dan las claves de lectura. «Nosotros, por naturaleza, estamos siempre inclinados a pensar que el amor humano es el primero. En realidad y a esta luz han leído siempre el Cantar tanto los santos del judaísmo como los del cristianismo, es el amor de Dios el que está en el principio» (pp. 45-46). Por eso, continúa el autor citando a Henri Bergson, «cuando se reprocha al misticismo expresarse al modo de la pasión amorosa, se olvida que fue el amor el que había comenzado por plagiar la mística y le había tomado prestados su fervor, sus impulsos, sus éxtasis» (p. 46). Con estos y otros argumentos admirables, basados tanto en la interpretación judía como cristiana, el autor justifica su exégesis espiritual del Cantar.
Pero no como una tergiversación de un pretendido sentido literal, sino como el desglosamiento del significado más pleno y verdadero del texto. Con esmero y arte, asentado en esos luminosos principios indicados, el padre Arminjon sabe hilar en su comentario una lectura en la que se entrelazan primorosamente san Gregorio Magno, Orígenes, san Gregorio de Nisa o san Agustín, con santa Teresa de Jesús, san Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint Thierry, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, hasta san Francisco de Sales; junto a ellos también tienen cabida los rabinos, autores contemporáneos, poetas y sabios exegetas.
Resulta de esta manera una sinfonía que modula en melodiosas voces toda la trascendencia que se esconde en los cantos del amado y la amada. El autor ha dividido su lectura del Cantar de manera cuatripartita, en lo que él denomina las «cuatro estaciones del amor». La pieza va precedida de una obertura (pp. 59-101), que glosa los tres primeros versos del Cantar, a modo de preludio de todo el poema bíblico. Son páginas que anuncian los diversos temas y variados compases de una obra que culmina con el triunfo del amor. En “El invierno del exilio” (pp. 109-204) se comenta la primera parte del libro bíblico. La amada se encuentra atrapada por el dominio de los hermanos y declara que, aunque sigue siendo hermosa, es negra, tiene una mácula.
Esta parte termina en Ct 2,7 con una invitación del amado a dejar dormir todavía a la amada, que el autor interpreta así: «Ya se trate del Cantar o de los profetas del exilio, la situación es la misma: la de un Israel que no ha vuelto aún del todo a Dios. Aunque lleno de fe y de ardor en algunos de sus miembros, sigue estando aún, en conjunto, dividido, dudando si dar el paso decisivo del retorno y de la unión» (p. 202). Es todavía invierno. La segunda estación es “La primavera de los esponsales” (pp. 205-241). Se comentan aquí los cantos centrales del libro en los que aparece la escena de bús- queda en la casa de la amada, por la noche. Esta estación finaliza en Ct 3,5, de nuevo a la espera de llegar a la unión plena, al pleno conocimiento. Y esto es lo que acontece en “El verano de las bodas” (pp. 243-290). Se describe ahora el cortejo nupcial y la llegada al jardín de la amada, que es la propia amada. Esta estación acaba con ese momento precioso en Ct 5,1, cuando se invita a comer, beber y embriagarse ya de amor. El verano tiene una prolongación con una “Tormenta de verano” (pp. 291-344), a modo de interludio que termina en Ct 6,3 con un anticipo de la unión de amado y amada, en un conjunto de abrazos.
Llega la plenitud y así “El otoño de los frutos” (pp. 345-414) porque el amor del Cantar no es estéril, sino colmado de fecundidad. Por eso se canta el fruto de las granadas y de todo lo que resulta, como exceso, del amor entre los que se quieren. Este otoño se corona con «El dorado final del otoño» (pp. 415-439), una culminación que nos lleva hasta Ct 8,7 y hasta esas aguas torrenciales que nunca pueden apagar el amor. El volumen se consuma con una especie de apéndice recopilador de los argumentos del libro sagrado, titulado “La larga paciencia del amor” (pp. 441-446), en el que el autor define bellamente los poemas del Cantar como los actos de «un drama, el único drama, en verdad, que se desarrolla en este mundo: el de la aventura, rica en tormentos y en alegrías, del hombre indefinidamente solicitado por el loco amor de su Dios» (p. 446). Concluyendo, nos hallamos ante un comentario gustosísimo, exuberante y meditativo, que sirve tanto para el estudio como para la oración, en una atinada mezcla de sensibilidad literaria y contenido religioso.
El padre Arminjon ha sabido de manera erudita y piadosa traer a colación en su exégesis toda la tra- dición literaria e interpretativa del Cantar desde un punto de vista «espiritual», pero para nada «espiritualista». Nos felicitamos por ello de haber recuperado en castellano una encomiable obra de intensa hondura y extraordinaria utilidad, dedicada a «la dicha de admirar la unidad profunda y la continuidad rigurosa de la sinfonía del Amor, cuya divina partitura ha transmitido hasta nosotros el Espíritu Santo» (p. 18).
Fernando Chica Arellano