Reseña Florecer de Armando Pego
Suelo recibir pocos libros. Los abro con alegría: por ser pocos y por el afecto que traen consigo. La llegada de Florecer, el breviario que acaban de publicar Daniel Capó y Carlos Granados, ha crepitado feliz en mi invierno. Con Capó he tejido una amistad de la voz. Hablamos habitualmente; nunca nos hemos visto. A veces, interesado por mi opinión, me recita uno de sus artículos. Al leerlos más tarde, adivino repliegues de su sentido más secreto, inapresable, bajo el recuerdo de la cadencia íntima de su entonación. En su parte del librito que tengo entre las manos, con el título de “Donde se hace la luz”, puedo imaginarlo pesando las palabras como si estuviese componiendo una partitura. Trata de la paternidad y de la filiación de la única manera en que es posible intentar acercarse a ellas: sin la arrogante pretensión de encajarlas en conceptos; con rigor vulnerable, atento a los matices que enseña a describir el propio itinerario existencial.
El estilo de Capó crea una atmósfera. Puede parecerle al lector que le envuelve la emoción por el modo como despliega sus contenidos. No es así enteramente. Es la melodía, en cuanto álgebra de los sentimientos, a cuya escucha Capó se detiene, demorándose en sus inflexiones, la que despliega una estructura contrapuntística. No la alza provocadora o desafiante. Al contrario, roza levemente los pasajes de su memoria y de su cultura para que prenda la llama de un sentido hondo, trazado como una sfumatura.
El ritmo de Capó, lleno de pausas, no es polifónico. Se escucha en él el eco de los lieder. Asume los suaves colores del amanecer o del crepúsculo. El murmullo del mar se hace indistinguible de la brisa que recorre los caminos boscosos que lo contienen. Capó, insular, se adentra en ellos en busca de una experiencia más clara, más escondida.
El mar y la luz guían la exploración de las páginas de Capó, entre contrastes que no se oponen, sino que alternan para dar profundidad al horizonte. Casi podría hablarse de los ecos de un canto amebeo. Es la lección virgiliana que interpreta en clave bucólica la fuerza épica del descenso al Hades de Ulises o el exilio de Eneas. Es una lección poética que se apoya con naturalidad sobre la sabiduría bíblica. Atenas-Roma y Jerusalén, mundo clásico y la escritura hebrea van pautando el camino: la gramática del amor dirige la búsqueda de la gloria, mientras caminar en presencia del Señor supone la responsabilidad de custodiar y enriquecer la palabra recibida. Padres e hijos practican, en la obediencia del amor, un diálogo de fe y esperanza.
Esta alternancia se da incluso en el nivel léxico. Al principio Capó reflexiona sobre dos términos, uno griego y otro hebreo. Al finalizar su recorrido los recapitula en otros dos vocablos. Al phaidimós (magnífico) homérico y al yehi del Pentateuco (que lo que sea suceda) los complementan el ahrayut que designa la responsabilidad y la enárgeia luminosa de los héroes y los santos que es el fruto de haberla asumido.
Las antítesis se resuelven en quiasmos; las paradojas en retruécanos. La alegría del hombre que juega se manifiesta también en la pequeñez del sufrimiento. La puerta que abre simbólicamente el acceso a una realidad más alta pasa también por la tumba que marca la conciencia de nuestra finitud. La vida donde se hace la luz pasa por las sendas oscuras. Capó insiste en que sólo el testimonio rescata de su fondo la injusticia con la confianza de la belleza. Es el signo del abrazo de san Francisco al leproso o el sonido de la esquila que resuena en un poema de Anna Ajmátova.
El mar de los aqueos o el desierto de los arameos errantes reflejan el movimiento del florecer que la paternidad está llamada a proteger y sostener. Capó resume esta misión con la sentencia de un cartujo contemporáneo: Es preciso saber creer y amar, “que es la actitud del hijo que obedece, abre la puerta y empieza su camino hacia un lugar que sólo Dios conoce”. Su memoria siembra las líneas atesoradas en la mirada de una escucha que este libro propone a sus lectores.